Desde el nacimiento del primer ser vivo hasta el último suspiro de los grandes imperios, ella había estado ahí, inmutable, recogiendo a cada alma con la misma calma con la que las hojas caen en otoño. No sentía orgullo ni tristeza en su labor; simplemente era su propósito, su razón de existir. Pero hasta ella, la inevitable, tenía un final.
Lo había sabido desde hacía siglos, quizá desde el mismo instante en que fue creada. La muerte no era eterna, solo su legado lo era. Y ahora, su tiempo se agotaba.
No era miedo lo que sentía, sino certeza. Cuando desapareciera, la muerte se convertiría en un recuerdo, un susurro en la historia de la existencia. Sin ella, ningún ser vivo podría morir jamás. No importaría cuánto sufrieran, cuánto desearan el descanso; la muerte ya no acudiría a su llamado. La agonía se extendería sin redención, el dolor se convertiría en un compañero perpetuo, y la locura corroería lentamente las mentes de quienes fueran condenados a existir por toda la eternidad.
Ella no podía permitirlo. No era una diosa ni una salvadora, pero aún le quedaba un último deber que cumplir.
En sus últimos días, recorrió el mundo una vez más, llevando consigo a tantos como pudo. No con crueldad ni con ira, sino con la misma serenidad con la que siempre había trabajado. Fue un acto de compasión, de misericordia. Un regalo para aquellos que, de otro modo, jamás conocerían el descanso.
Y finalmente, cuando ya no quedaba nada más por hacer, cuando el peso de los siglos y la inminente nada la alcanzaron, la muerte se detuvo por primera vez en su existencia. Se volvió hacia el mundo que dejaba atrás, hacia aquellos que nunca podrían seguirla, y pronunció sus últimas palabras con una voz que resonó en cada rincón de la realidad:
“No teman mi ausencia. Témanse a ustedes mismos cuando el tiempo deje de tener sentido.”
Entonces, cerró los ojos y desapareció.
El mundo quedó en un silencio profundo, inmóvil e imperecedero. La muerte ya no existía. Y con su partida, la eternidad se convirtió en la peor de las condenas.